Se trata sin duda de dos de las actividades más placenteras de las que puede disfrutar el género humano. Ambas mueven montañas y toneladas de dinero. En ambas subyacen nuestros instintos más animales, pero las dos han sido también objeto de los refinamientos más alambicados. Curiosamente las dos destacan con luz propia entre el listado de pecados más buscados. Si por separado ostentan tanto poder, su matrimonio se antoja tremebundo. Pues sí y no. Aunque hay asociaciones claras a lo largo de la historia entre determinados alimentos, sobre todo bebidas, y la práctica del sexo y el erotismo, lo cierto es que son dos gigantes que se respetan bastante. Las copas previas al encuentro amoroso (champagne casi siempre en el séptimo arte), ciertas prácticas un tanto pegajosas (la típica de la nata, las duchas otra vez con champagne), algunas escenas de mordisqueo insinuante con luz tenue de fondo (Kim Basinger en Nueva semanas y media, a las puertas del frigorífico, y en miles de anuncios, con el helado como símbolo fálico subliminal) y poco más (bueno, habría que recordar cómo la nueva cocina también encuentra sus aplicaciones, como aquella que se comentó en relación a los peta-zetas y su uso en el sexo oral). Pero donde si ha habido un acercamiento es en el alimento como elixir o como reconstituyente. Desde Casanova y sus docenas de huevos para pasar la noche fornicando, pasando por los miles de potingues de la cultura oriental para conseguir erecciones que se antojan dificultosas, a lo largo de la historia no han faltado intentos de mejorar las prestaciones amatorias o de derribar los muros de la frigidez a través de la alimentación. Pero (pensaba yo) cuando todo ello es llevado al ámbito molecular, a los estudios científicos, la cosa se va quedando en más bien casi nada.
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