Antes se repartía la leche a domicilio. Era leche cruda, que había que cocer adecuadamente para asegurarse de que no había peligro de pillarse las temidas fiebres de Malta u otras enfermedades. Aún recuerdo los perolos de leche hirviendo y la nata (nata, sí, nata en este caso, porque era leche sin homogeneizar y ésta se separaba con facilidad al calentarla o solamente dejándola reposar) que retiraba mi madre y que se comía mi tío con el único acompañamiento de una cucharada de azúcar. Después llegó la leche esterilizada, en botella de cristal. Era ligeramente marrón y tenía un aroma muy evidente a calentamiento, algo así como a galleta: reacciones de Maillard a tutiplén. También apareció la pasterizada, en bolsa por aquel entonces, que tenía un sabor algo más parecido al de la leche cruda. Y más tarde surgió la leche UHT y se perfeccionaron los métodos de esterilización, de tal manera que se conseguían aromas menos a galleta que en la esterilizada tradicional, pero aún lejos del de la pasterizada o el de la cruda. En España la leche UHT ha triunfado sobre la pasterizada, mientras que en otros países (yo he vivido el caso de USA o Dinamarca) la leche UHT o esterilizada simplemente no existe.
En este contexto, hay dos preguntas que pueden resultar de interés: ¿Cuáles son las razones que explican la formación de este olor a leche cocida, que en general no agrada a nadie? y ¿Hay alguna manera de evitar ese olor cuando se cuece la leche para elaborar alguna receta? Vamos a ello. Sigue leyendo